Zapatero a sus zapatos

El arte de Salvatore Ferragamo

De estrellas de Hollywood a dirigentes fascistas, quien quisiera estar a la altura debía optar por su calzado. Esta es la historia de un creador que llegó a la cumbre de la alta sociedad mundial a punta de mirar hacia abajo.

POR Margo Glantz

Enero 27 2021
Zapatero a sus zapatos

Ilustraciones de Fiorella Ferroni

 

Hacer zapatos, ¿un oficio menor?

Producto simple, artesanal, hecho a mano, como el de los herreros, los tintoreros, los curtidores, el zapato fue un aditamento útil y necesario, estaba allí en función y en sustancia. La historia documenta sin embargo numerosas excepciones a lo largo de los siglos en que ese artefacto fuera concebido como un producto de lujo y de especial diseño: en el siglo XII, la reina Leonor de Aquitania le encomendó a su amante y árbitro de estilo de la corte, el trovador Bernard de Ventadour, que diseñara suntuosos vestidos largos de amplia cola y ligera caída, imposibles de lucir sin su complemento adecuado, un hermoso calzado. Bernard mandó fabricar esto último en cueros dúctiles y hormas puntiagudas. Bellos pero incómodos; los pies de las damas comenzaron a sufrir, signo evidente, se pensaba, a la vez de elegancia y devoción religiosa. Se afirma que de ese diseño de Bernard podría provenir un tipo de calzado conocido en inglés como court shoe, cuya traducción literal sería “zapato de corte”, y en español llano “zapato de vestir”. Una atribución que bien puede advertirse en alguno de los innumerables y maravillosos modelos diseñados por Ferragamo, por ejemplo el confeccionado entre 1948 y 1950, aún en muy buenas condiciones, de alto tacón Luis XVI –ligeramente curvado– en ante negro perforado en el frente y con tiras irregulares de charol gris claro incrustadas en los costados; un modelo casi idéntico, aunque lejano en el tiempo, a otro par, modelo Fiamma, manufacturado asimismo en Italia y realizado entre 1928 y 1930, que exhibe las mismas tiras irregulares, pero un poco más gruesas y confeccionadas en cabritilla color tabaco. Si se cotejan ambos modelos, es fácil advertir las semejanzas y ligeras diferencias (el ancho del tacón, el grosor y la forma de las incrustaciones), reiteradas en la ficha técnica que los cataloga y los clasifica como objetos artísticos, a la manera en que hoy se hace con otros tipos de objetos de uso cotidiano: la cerámica, la cristalería. Bueno es recordar que la mayoría de los museos –el Metropolitan de Nueva York, el Victoria and Albert de Londres o la Galleria del Costume en el Palazzo Pitti de Florencia, entre otros– dedican ya una sección importante de sus edificios a albergar el arte de la moda. Algo que desde 1995 también comenzó a hacer el Palazzo Spini Feroni en Florencia, sede de la firma Ferragamo.

 De ambos modelos –tanto el Fiamma como el zapato de vestir están completamente vigentes hoy– se ha conservado solo un pie. De uno, el izquierdo, del otro, el derecho. Me viene a la mente, irremediablemente, el anuncio que leí en una revista inglesa de anticuarios: hacia 1970 se encontró intacto un par de zapatos del siglo XVII, ambos pies en perfecto estado; fueron rematados en la casa de los lores de Northampton por veinte mil libras esterlinas, no tanto por su perfección como por el hecho increíble de que se trataba de un par completo. Tampoco quiero dejar de consignar aquí una anécdota más que siempre me asombra: cuando María Antonieta fue guillotinada dejó caer sus hermosas zapatillas de raso de seda –¿blancas?– al pie del patíbulo. Solo pudo recuperarse una, exhibida por turnos en seis nichos exquisitamente forrados de seda clara durante la exposición organizada en Cannes para celebrar el segundo centenario de la Revolución francesa. Ahora bien, si los nichos estaban forrados de blanco, ¿no es posible deducir que la zapatilla era seguramente de color oscuro?

 En la Francia del siglo XVII hicieron su aparición unos zapatos para hombre, adornados con cintas y provistos de un pequeño tacón, llamados Louis (rebautizados en el ámbito de la moda del siglo xx como tacones Luis XVI: los siglos y los títulos se encabalgan). En el XIX, desaparecieron los listones y, para bailar, los hombres calzaron finos escarpines de diversos cueros rematados con un vistoso pompón. Es poco conocido el hecho de que el apelativo histórico del emperador Calígula –en realidad, Cayo César Augusto Germánico– proviene de calige, nombre con que se designaba su calzado favorito, un tipo de sandalias usadas por los legionarios romanos, cuyas suelas se decoraban con tachuelas doradas, siguiendo patrones diversos como distintivo de cada legión. Las emperatrices romanas llevaban sofisticadas sandalias de suela de oro y tiras recubiertas de joyas, antecedente de las descotadas sandalias de altísimo tacón –tipo Manolo Blahnik–, signos distintivos e indispensables de la alta costura contemporánea. No puedo menos que recordar una línea de calzado inventada y patentada por Ferragamo durante la Segunda Guerra Mundial, conocida como el zapato invisible, cuyo cuerpo está formado por hilos de nailon unidos en el centro a una tira vertical de piel –roja, dorada, verde, rosa, morada–. Contrastan los colores inexistentes del nailon con la tira perforada central y la plataforma de cuerpo oscuro o el tacón de cuña que Ferragamo inventó y designó con el nombre de “F”, confeccionado en corcho o en madera forrada de piel, a veces coloreada del mismo tono que la correa y la tira transversal que reúne los numerosos, elegantes y finísimos hilos que dejan el pie casi totalmente desnudo. Recuérdese que en el siglo XVI Teresa de Ávila o de Jesús provocó un cisma en la Iglesia católica al imponer como regla el uso de austeras sandalias descotadas para reformar la Orden de los Carmelitas Descalzos, y que las prostitutas romanas decoraban la suela de sus sandalias con la palabra “sígueme” y dejaban su huella sobre la arena.

 

Benito Mussolini en botines (circa 1928).

Al principio de su carrera, en 1923, Salvatore Ferragamo usó sandalias para vestir los doce mil pies de los extras que actuarían en la película muda de Cecil B. DeMille, Los Diez Mandamientos: las mujeres elegantes de entonces consideraban vulgar y hasta indecente mostrar los dedos y el talón de los pies. En su autobiografía, Ferragamo confiesa que la primera persona para quien hizo sandalias fue una princesa india a quien había conocido mientras vivía en Santa Bárbara, por entonces una de las mecas del cine mudo; el resultado, una obra de arte aclamada unánimemente por las artistas que allí bailaban: Mary Pickford, Pola Negri, Barbara La Marr, Gloria Swanson, las estrellas más famosas del antiguo cielo de Hollywood. Para aquella mujer, de la cual solo sabemos que era de la India y multimillonaria, ideó Ferragamo “los zapatos más exquisitos y más raros de mi carrera”, explica el artista en su autobiografía. Zapatos nunca vistos, hechos con plumas de colibrí que fueron conseguidas en la frontera de California con México por uno de los muchos obreros mexicanos que trabajaban a sus órdenes.

 Amigo de las estrellas de Hollywood y a la vez su zapatero, Salvatore Ferragamo había nacido en 1898 en un pueblo pequeño de la región napolitana, Bonito, “donde no existe el futuro para los ambiciosos” y donde la gente se había sostenido durante generaciones trabajando el campo. Undécimo hijo de una familia de catorce hermanos, Ferragamo decidió dedicarse a hacer zapatos, profesión despreciada por sus padres y paisanos:

Pero yo había nacido para convertirme en zapatero, lo sé y siempre lo supe. Cuando miro hacia atrás advierto cuán irredenta y constante fue esa pasión que me impulsaba hacia adelante para seguir un camino lleno de dificultades... pero jamás pude apartarme de ese sendero predestinado. Hubiera luchado contra la naturaleza y contra Dios. Nací para ser zapatero, profesión que no heredé y cuya única explicación puede ser que ya en alguna de mis vidas anteriores sobre la tierra hubiese sido zapatero... ¿De qué otra forma podría explicarse este talento que tengo para el diseño?

Llegado a Boston en 1914, siguiendo a alguno de sus hermanos que como muchos otros italianos habían emigrado para dedicarse, curiosamente, a la industria del calzado, Ferragamo empezó a trabajar con su cuñado Joseph Covelli en la Queen Quality Shoe Manufacturing Company, entonces una de las más acreditadas industrias zapateras del este de los Estados Unidos. Nada más contrario a la naturaleza y a los sueños del diseñador:

Eran buenos zapatos de acuerdo con los parámetros de la zapatería hecha a máquina, pero no para mí; a mí me parecían pesados, brutales, torpes, incapaces de compararse con los que había visto en Nápoles y muy por debajo, mucho, del nivel de excelencia que me había trazado. ¿Cómo podía yo cumplir con mi trabajo en ese laberinto? Estaba lejos de casa y no podía ser feliz allí. Yo era un zapatero, no un obrero destinado a llevar a cabo un trabajo maquinal: ajustar talones, unir las piezas de cuero o cumplir con las labores asignadas a quienes trabajaban en la industria masiva. No quedaba nada del oficio de la zapatería artesanal... “No, no, –le dije vehementemente a mi cuñado–, no voy a trabajar aquí, esto no es un trabajo artesanal. Jamás tendré nada que ver con el calzado hecho a máquina, jamás”.

 Es admirable comprobar, a lo largo de su autobiografía, la obstinación con que, contra viento y marea, literalmente, Ferragamo persiguió su sueño de confeccionar zapatos como si fueran una obra de arte –objetos únicos, preciosos, hechos a mano siguiendo criterios rigurosos–, y a la vez un producto destinado a mejorar la salud y la prestancia de quienes los calzaran. Para lo cual, en cuanto pudo hacerlo –cuando habló y leyó correctamente el inglés y tuvo el dinero suficiente–, estudió medicina y química, con el objetivo de aprender a calibrar el impacto que el peso del cuerpo tiene sobre los pies. A su vez, tuvo que buscar la manera óptima de confeccionar hormas especiales para cada tipo de pie, y solucionar los problemas que estos pudieran acarrear, así como las muy diversas posibilidades que distintos materiales podían brindar para enaltecer e innovar el arte de confeccionar calzado.

Ilustraciones de Fiorella Ferroni

Lo repito: Ferragamo se sentía predestinado para cumplir una sola tarea. Por ello, decidió dejar Boston y seguir al resto de sus hermanos a California, donde la industria del cine era poderosa pero aún incipiente. Su primer trabajo allí fue con una compañía cinematográfica, más tarde incorporada a la 20th Century Fox, donde se le empleó para corregir los errores de zapateros anteriores. Pronto empezó a recibir encargos especiales, como por ejemplo hacer las botas y zapatos para películas de corto metraje y, más tarde, los que usarían los personajes de uno de los géneros más importantes que introdujera Hollywood: el cine de vaqueros.

 Quizá esta experiencia acumulada le haya servido cuando, ya de regreso a Europa en 1927, después de comprobar que ya no había artesanos en Estados Unidos, y que el único lugar donde entonces era posible seguir confeccionando su calzado a mano era Italia –época en que ya iba aureolado por la fama–, Ferragamo empezó a elaborar el calzado de las figuras más celebradas y principescas de Europa y del mundo entero. Él mismo lo cuenta en su –muy citada ya– autobiografía:

Mis clientes se extendieron a la élite de casi todos los países: la reina Elena de Italia, esposa del rey Vittorio Emanuele III, me mandó a buscar. Hice los zapatos para la boda de la princesa María José de Bélgica, hija del rey de los belgas, con el príncipe (más tarde, y por un breve tiempo, rey) Umberto ii. Mussolini vino a mí con callos y ojos de pescado; su amante, Claretta Petacci, vino también. Eva Braun, la amante de Hitler, llegó rodeada de guardias nazis. Una mañana, cuatro reinas estaban sentadas al mismo tiempo en las cuatro esquinas de mi salón de Roma: las reinas de Yugoslavia, Grecia, España y la de los belgas. La marajaní de Cooch Behar ordenó cientos de pares de mis zapatos. Duquesas y condesas, las mujeres de los más ricos negociantes y miembros del cuerpo diplomático, las principales estrellas del cine, todos vinieron a mí, mandaron sus órdenes o compraron mis zapatos donde podían encontrarlos.

 Sí, Ferragamo calzaba a Benito Mussolini, cuyo nombre le fuera impuesto en declarada imitación nada menos que de nuestro benemérito patriota mexicano don Benito Juárez. Ferragamo sanó los pies defectuosos del Duce confeccionándole a la medida numerosos pares de botas de excelente calidad. Su amante Claretta adoraba los bellos zapatos y era, según nuestro artífice, totalmente apolítica pues seguramente no estaba enterada “de la política que su amante controlaba. Estoy convencido de que ella lo amaba locamente, aunque no sé cuánto la haya amado él”. Y agrega: “Cuando la mataron junto con el Duce, había en el Palazzo Spini Feroni [el bello palacio antiguo que Ferragamo había comprado en 1938 y donde había instalado su fábrica y la colección de sus zapatos] cerca de 40 pares aún sin pagar”.

 Con la llegada de la guerra, Ferragamo se enfrentó a terribles dificultades. Estaba estrictamente prohibido usar cuero, destinado solamente a las botas de los soldados, y en cambio tuvo que acudir a otro tipo de insumos como los sobrantes de los materiales usados para la confección de zapato militar: fieltro, cáñamo, caucho, nailon, celofán, plástico para el cuerpo del zapato, madera o resinas sintéticas para los tacones, y corcho, que le sirvió para los tacones de cuña, invención prodigiosa que se ha perpetuado hasta ahora –como la plataforma para elevar la estatura de los usuarios– en los desfiles de los diseñadores. Es asombrosa la forma en que la enorme capacidad inventiva de Ferragamo pudo no solo suplir la falta de materiales sino crear muchos de sus más hermosos y perfectos modelos. Elijo uno que, aunque lo haya confeccionado entre 1936 y 1938, es un antecedente de los que habría de confeccionar entre 1940 y 1945 (los productos italianos llevaban a menudo una etiqueta con una referencia específica al régimen fascista). Se trata de una sandalia con el talón descubierto, de alto tacón de madera (nueve centímetros), hecha con pasto tejido, importado de Filipinas, y teñido en diversos colores; con una correa trenzada que ajusta el talón y lo remata con borlas; que tiene la punta ovalada, el bies que rodea la planta es de cuero anaranjado y el forro de cabritilla clara. En verdad, la sandalia es un objeto admirable, maravilloso, digno de conservarse y de usarse como un estuche en el que el pie se cubre de un tejido tan bello y frágil y, con todo, duradero, semejante y distinto a la vez a la textura de los hermosos tapetes de flores que adornan las entradas de las iglesias durante los días festivos, y que nunca deben pisarse.

 Ferragamo también usó para sus zapatos la punta oriental, retorcida hacia arriba. Después de la guerra, cuando las faldas volvieron a tocar los tobillos y los zapatos se volvieron más estilizados gracias al influjo de Christian Dior, modificó los zapatos de tacón de cuña “F” y los conjugó con distintos materiales bordados, intercalados, cosidos como labor de mantelería o de encaje, o –antes, aún en tiempos de guerra– con zapatos de vestir dorados que tenían tiras encapsuladas en tubos de mica. En alguno de los catálogos o libros sobre zapatos que he consultado a menudo, aparece la fotografía de una esbelta sandalia hecha por Ferragamo con tiras formadas por cadenas de oro retorcido, cuyo tacón de estilo Luis XVI –ancho en la parte de arriba, adelgazado en la base sin llegar nunca a convertirse en el tacón de aguja o stiletto tan a la moda durante tanto tiempo– va cuajado totalmente de piedras preciosas, con un precio de mil dólares en 1956. La mayoría de los Ferragamo, por ejemplo, los zapatos invisibles, valían en ese tiempo 27,50 dólares, el precio de cuatro toneladas de carbón.

Sin embargo, nunca nada logró coartar la capacidad de invención del diseñador italiano. Él mismo se encargó de subrayarlo: “No hay límite para la belleza, ni punto de saturación para el diseño, y existen posibilidades sin fin para crear nuevos y diferentes materiales de confección”.

 ¿Serán cómodos todos sus zapatos, además de bellos? Ferragamo así lo aseguraba, y sus seguidores lo confirmaban cuando volvían una y otra vez a pedirle que realizase sus distintos modelos. ¿Acaso no calzó a personajes de izquierda o de derecha por igual? A Marilyn Monroe, Paulette Goddard, Audrey Hepburn, Valentina Cortese, Joan Crawford, Sophia Loren, Greta Garbo, Gene Tierney, Margaret Lockwood, Vivien Leigh, Bette Davis, Eva Braun, Anna Magnani, Carmen Miranda, Eva Perón, Dolores del Río, Jean Harlow, Alicia Markova, Ava Gardner, Hedy Lamarr, Susan Hayward, Clare Boothe Luce, la duquesa de Windsor...

Muchas fotografías ilustran la forma de trabajar que tenía Ferragamo: los obreros instalados en las espaciosas y altas habitaciones del Palazzo Spini Feroni con sus bellos remates de estuco decorando sus arcos, y las mesas de trabajo por las que pasaba Salvatore supervisando que el calzado estuviese hecho con rigor. También admiramos –en las fotografías–, como si se tratase de naturalezas muertas, los centenares de hormas colgadas en muebles especiales y cuidadosamente catalogadas según la categoría de sus usuarios: el cuerpo diplomático, las familias reinantes, los aristócratas de Europa, las estrellas de cine, las grandes y amenazantes figuras políticas de su tiempo. Y, finalmente, numerosas fotografías más lo muestran inclinado, a los pies de alguna celebridad, calibrando con sus manos sensibles y delicadas la consistencia y belleza, o los defectos, de los bendecidos pies.

Los zapatos de Ferragamo, de este hombre que provenía del más humilde origen, estaban hechos con destreza, rigor y cariño, como los zapatos que Juan José Arreola describe en su cuento “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”, publicado como parte de su libro Confabulario, donde le reprocha a un zapatero remendón el pésimo trabajo que ha hecho al reparar un par de zapatos adorados:

Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Solo que ya daban muestras de fatiga... Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura; así de suaves y flexibles eran.

 Ferragamo estaba convencido de que, bien calzado, ningún pie podía sufrir; antes bien, calzado de manera apropiada, jamás deberían producirse las deformidades comunes a todos los tiempos y a todos los pies: juanetes, callos, uñas encarnadas, ojos de pescado. Para él, esos problemas se solucionaban con un calzado adecuado. Durante largo tiempo un problema en especial lo atribuló y solo descansó cuando pudo solucionarlo: encontrar la manera óptima de medir los pies para construir la horma perfecta y un tipo de zapato que se comportase como si fuese una segunda piel. De la misma manera en que el personaje de Arreola reprocha su incapacidad al zapatero remendón, Ferragamo culpaba a los malos zapateros de arruinar los pies de sus parroquianos. De hecho, explica: “El pie bien calzado nunca envejece. Mi más reciente confirmación son los pies de Gloria Swanson, quien me visitó hace poco en mi salón de Florencia. Cuando los tomé entre mis manos, los hallé tan bellos y jóvenes como la primera vez que los calcé, más de treinta años atrás”. Gradualmente, durante veinte años de observación y apoyado en los conocimientos de medicina y química que había adquirido con paciencia, el secreto le fue revelado. Y como Newton al descubrir la ley de la gravedad, Ferragamo encontró que el peso total del cuerpo se distribuye cuando nos sostenemos erectos sobre el arco de los pies; que solo un área pequeñísima (cerca de siete centímetros) nos sostiene; y que, cuando caminamos, el peso de nuestro cuerpo se balancea entre uno y otro pie. Antes de proceder a construir las hormas perfectas, entonces, era necesario tomar medidas con una regla –desde la espalda hasta las extremidades inferiores–, y trabajar luego sobre las características específicas que le otorgan su singularidad propia a cada pie: el ancho, el largo, el alto del empeine, el tamaño y la forma de los dedos y el talón y, sobre todo, el tipo de arco que lo sostiene. Durante su carrera, Ferragamo inventó y patentó diversas técnicas para hacer los zapatos más ligeros; por ejemplo, privado de metales durante la época de guerra, cubrió el arco del pie con cabritilla y no con el cuero con que se construye la suela. Así sustituyó el delgado arco de metal que antes usara.

Antes de terminar este texto, oigamos la manera como Salvatore verbalizaba su pasión –¿un fetichismo, según Freud, o una perversión como la de Sacher-Masoch?-:

Amo los pies. Me hablan. Mientras los tomo entre mis manos advierto su fuerza, su vitalidad o sus defectos. Un buen pie de músculos firmes y bello arco es una delicia cuando se toca, una obra maestra de la artesanía divina. Un mal pie, con los dedos torcidos, las junturas defectuosas, los ligamentos sueltos bajo la piel, es una agonía. Cuando tomo esos pies entre mis manos, me consume la ira y la compasión; el enojo de que no pueda calzar a toda la humanidad, y la compasión hacia aquellos que caminan con dolor.

ACERCA DEL AUTOR


Margo Glantz

Doctora en letras hispánicas de la Universidad de la Sorbona. Fue agregada cultural de la embajada de México en Londres. Profesora visitante de Harvard, Berkeley y Yale. Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (2010).